26.9.06

Consejos

Llevo unos días raros, con bastantes cosas que decir pero sin tiempo o decisión para escribirlas.

En parte, porque he sido bastante perrete durante el verano (también tenía derecho, qué caramba), y se me ha echado el curso encima sin preparar todo lo que debía, y ahora voy con el tiempo justito, justito.

Y en parte, porque relatar la actualidad no es precisamente mi fuerte, al menos en lo que a la vida diaria se refiere. No puedo evitar distanciarme de las cosas cotidianas e intentar mirarlas con perspectiva. Siempre (o casi) me pregunto qué importancia tendrán los sucesos cotidianos que hoy me ponen nervioso cuando hayan pasado diez, veinte años. O de qué modo le importan mis pequeñas tonterías a la mujer que cada mañana comparte conmigo unos minutos en la parada del autobús, que nunca me ha hablado ni me ha oído hablarle, de la que únicamente sé que le gusta leer libros policíacos.

Sin embargo, rondan en el aire momentos trascendentales para personas que me rodean, y son cosas de las que no me apetece mucho hablar. Intento imaginar de qué modo las decisiones de estos días afectarán a esas personas (mis hijos, mis amigos) y qué futuros aparecerán o desaparecerán en función de lo que elijan. Y no sé si puedo o debo influir, si más o menos de lo que lo hago, porque al fin y al cabo -me digo- es su vida.

Creo que quien aconseja compromete su amistad, y que un consejo es un lastre para quien lo recibe, pero aún más para quien lo da. Después de los años he aprendido que los consejos rara vez son agradecidos, pero con frecuencia son echados en cara, cuando las cosas no salen exactamente bien. Resulta difícil, pero intento recordarme que en lugar de aconsejar, debo únicamente mostrar mi punto de vista de un modo sucinto, los pros y los contras que se observan desde fuera. Y sobre todo, ayudar a descubrir los sentimientos que esa persona debería explorar, y finalmente cuáles son sus intuiciones al respecto. Lo cual sería el equivalente a enseñar a pescar, en lugar de ofrecer un pez.

14.9.06

¡Guapa!

No es lo que había imaginado, ni siguiera lo que soñaba, pero lo cierto es que ahora mismo estoy así como enamorado.

Tiene veintiún añitos. Según para quién, puede estar en la flor de la vida, ser una jovencita o un cascajo.

Se encuentra catatónica, y no hay quien la despierte. Ayer por la tarde la llevé al hospital, a ver cómo tiene el corazón. Si se puede salvar, iremos pensando en alguna operación de cirugía estética para dejarla más guapa, o al menos en algo de maquillaje para disimular las arrugas.

Y es que el mundo palidece a su alrededor.


12.9.06

Tres quintas, cuatro cuerdas

Has visto cientos de veces un violoncello (abreviadamente cello, se pronuncia chelo). En efecto, no es eso que se toca en las bandas de jazz: eso es un contrabajo, es más grande y se toca de pie. El cello se ve en las orquestas, justo a la derecha del director. No es un instrumento tan brillante como el violín, o como la flauta o el piano.

Cuando empiezas a tocar el cello todo parece hecho a propósito para que estés incómodo. Se apoya en el pecho y se sujeta entre las piernas. Se apoya en el suelo mediante una pica metálica. El mástil queda a la izquierda de tu cabeza. Tu brazo izquierdo se dobla, en un ángulo casi paralelo al suelo.

La primera vez que coges el arco la posición de la mano resulta incómoda, parece imposible que puedas manejarlo sin que se caiga, o que puedas hacerlo moverse por donde tú quieres. Además, si has comprado un instrumento nuevo, lo pones sobre las cuerdas y lo mueves y ¡no suena absolutamente nada!. Resulta que el arco debe frotarse periódicamente con una resina que es la que hace que se "agarre" a las cuerdas y las haga vibrar. Esa resina debe renovarse periódicamente, o te arriesgas a que cuando estás tocando la cuerda correspondiente no emita el sonido que debe, sino un armónico que será dos o varias veces más agudo que la nota deseada, y que pondrá de punta tus nervios y los de los pobres que estén a tu alrededor.

Las cuerdas son parecidas a las de la guitarra, solo que más gruesas. Tocadas al aire, y de más grave a más aguda, emiten las notas do, sol, re y la. Son notas separadas entre sí por lo que se llaman quintas en solfeo (por ejemplo: do-re-mi-fa-sol; cinco nombres de nota, una quinta).


Y lo que realmente asusta es que, al contrario de la guitarra, no hay trastes que marquen el sitio donde poner el dedo para tocar otras notas, para hacer escalas o arpegios. En un piano, cuando tocas do, suena do. Ni más ni menos. En el cello, debes conocer el instrumento, tu propia mano y tu propio brazo para saber cómo debes colocarlos para obtener la nota que buscas. Si pulsas la cuerda dos milímetros más arriba o más abajo, desafinas.

Es decir, es una putada de instrumento.

O no.

Dicen que el cello es el instrumento que más se parece a la voz humana, y tal vez sea por eso por lo que tiene esa capacidad de conmover.

Si lo tocas, cuando simplemente deslizas el arco por una de sus cuerdas al aire -supongamos el sol-, la vibración se transmite a tus oídos, pero también a tu cuerpo entero a través del apoyo que hace en tu pecho. Y cuando vas aprendiendo a tocarlo y consigues extraer melodías de él, es un misterio qué se activa en ti, qué neurona o chakra oscila, pero es algo que va aún más allá del placer, del enorme placer que produce escucharlo.

Un ejemplo: Las seis suites para cello solo de Bach, por Yo-yo Ma (un trocito)

8.9.06

Borrando la caché

En informática existe el concepto de caché, que es un tipo especializado de memoria donde se guarda una copia de algunos datos a los que se ha accedido hace poco tiempo, por si se precisan de nuevo en breve plazo, que suele ser algo bastante común, en función de lo que se llama "principio de localidad".

En nuestra vida de adultos hacemos algo similar: cacheamos lo que vemos. Las caras, los paisajes, las músicas. Mantenemos en memoria una copia del original y así, cuando volvemos a ver una persona o un lugar los comparamos con la primera visión que tuvimos de ellos, y a veces incluso nos desagrada comprobar que no son tal y como los recordábamos. Actualizamos la caché, pero en muchas ocasiones lo hacemos a regañadientes (aquello de que la primera impresión es lo que vale), y muchas veces simplemente nos negamos a aceptar que lo que vimos no es lo que vemos, y que la realidad es infinitamente más rica que la imagen que de ella guardamos. Porque nuestra memoria funciona como una música en mp3, o como una foto en jpg: se parece al original, pero en realidad contiene mucha menos información, puesto que ha atravesado un algoritmo que elimina todo lo que considera redundante o ínfimo, que por tanto no aporta una cantidad de información decisiva en la impresión global.

Esa tendencia a usar los recuerdos en lugar de observar el original hace que el mundo se vuelva plano cuando lo tenemos muy visto, y que adquiera relieve cuando lo que miramos es algo nuevo y desconocido, como lo es a los ojos de un viajero o de un niño. O cuando hacemos el esfuerzo de que nuestra mirada no se supedite al automatismo de la memoria, y obligamos a ésta a que se refresque con lo que nuestros ojos ven en ese instante.

Esta noche, mientras veníamos de casa de unos amigos atravesando en coche uno de los barrios nuevos de la ciudad, mi hija (que aún tiene los ojos abiertos, muy abiertos) me preguntó algo así como:

- Papá, y la luz de las farolas, ¿de dónde sale?.

Para ella, lo siguiente consistió en una explicación (cables, conducciones subterráneas, etc.) y para mí en un borrado de caché. De pronto, vi la avenida con sus cientos de luces brillantes, las palmeras, la mediana ajardinada. Los coches relucientes, los escaparates, la gente en los veladores. La opulencia de la clase media en una avenida cualquiera de una ciudad de provincias. Y pensé en cómo vería por primera vez lo que para nosotros es cotidiano -miles de vatios de energía alumbrando nuestras noches- alguien recién llegado de una aldea de África, donde la luz eléctrica, los coches, los bares, las tiendas no son más que algo que imaginar, cuando se lo describa otro más afortunado.

Afortunado porque llegó, porque lo vio, porque pudo contarlo.